lunes, 26 de enero de 2009

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (SEGUNDA PARTE)

Antes de regresar a Viena permanecí varias semanas en Berlín dedicado a adquirir algunos conocimientos sobre las enfermedades de la infancia, pues el doctor Kassowitz, de Viena, que dirigía un Instituto de enfermedades de la niñez, me había prometido establecer una sala destinada a las enfermedades nerviosas infantiles. En Berlín fui amablemente acogido por Adolf Baginsky. Durante mi actividad en el Instituto de Kassowitz publiqué luego varios trabajos sobre las parálisis cerebrales de los niños. A estos trabajos se debió más tarde, en 1897, el encargo que me hizo Nothnagel de tratar esta materia en su magno Manual de la terapia general y especial. En otoño de 1886 me establecí como médico en Viena y contraje matrimonio con la mujer que era, hacía ya más de cuatro años, mi prometida, y me esperaba en una lejana ciudad. Por cierto que, siendo aún novia mía, me hizo perder una ocasión de adquirir fama ya en aquellos años juveniles. En 1884 llegó a interesarme profundamente el alcaloide llamado cocaína, por entonces muy poco conocido, y lo hice traer de Merck en cierta cantidad para estudiar sus efectos fisiológicos. Hallándome dedicado a esta labor, se me presentó ocasión de hacer un viaje a la ciudad donde residía mi novia, a la que no veía hacía ya dos años, y puse término rápidamente a mi publicación, prediciendo que no tardarían en descubrirse amplias aplicaciones de aquel alcaloide. Antes de salir de Viena encargué a mi amigo el doctor Königstein, oculista, que investigase en qué medida resultaban aplicables las propiedades anestésicas de la cocaína en las intervenciones propias de su especialidad. A mi vuelta encontré que no Königstein, sino otro de mis amigos, Carl Koller (actualmente en Nueva York), al que también había hablado de la cocaína, había llevado a cabo decisivos experimentos sobre sus propiedades anestésicas, comunicándolos y demostrándolos en el Congreso de Oftalmología de Heidelberg. Koller es, por tanto, considerado, con razón, como el descubridor de la anestesia local por medio de la cocaína, tan importante para la pequeña cirugía. Por mi parte, no guardo a mi mujer rencor alguno por la ocasión perdida. Mi establecimiento como neurólogo en Viena data, como antes indiqué, del otoño de 1886. A mi regreso de París y Berlín me hallaba obligado a dar cuenta en la Sociedad de Médicos de lo que había visto y aprendido en la clínica de Charcot. Pero mis comunicaciones a esta Sociedad fueron muy mal acogidas. Personas de gran autoridad, como el doctor Bamberger, presidente de la misma, las declararon increíbles. Meynert me invitó a buscar en Viena casos análogos a los que describía y a presentarlos a la Sociedad. Mas los médicos en cuyas salas pude hallar tales casos me negaron la autorización de observarlos. Uno de ellos, un viejo cirujano, exclamó al oírme: «Pero ¿cómo puedes sostener tales disparates? Hysteron (sic) quiere decir «útero». ¿Cómo, pues, puede un hombre ser histérico?» En vano alegué que no pedía la aceptación de mis diagnósticos, sino tan sólo que se me dejara disponer de los enfermos que eligiera. Por fin encontré, fuera del hospital, un caso clásico de hemianestesia histérica en un sujeto masculino y pude presentarlo y demostrarlo ante la Sociedad de Médicos. Esta vez tuvieron que rendirse a la evidencia pero se desinteresaron en seguida de la cuestión. La impresión de que las grandes autoridades médicas habían rechazado mis innovaciones, obtuvo la victoria y me vi relegado a la oposición con mis opiniones sobre la histeria masculina y la producción de parálisis histéricas por medio de la sugestión. Cuando poco después se me cerraron las puertas del laboratorio de Anatomía cerebral y me vi falto de local en el que dar mis conferencias, me retiré en absoluto de la vida académica y de relación profesional. Desde entonces no he vuelto a poner los pies en la Sociedad de Médicos. Pero si quería vivir del tratamiento de los enfermos nerviosos había de ponerme en condiciones de presentarles algún auxilio. Mi arsenal terapéutico no comprendía sino dos armas, la electroterapia y la hipnosis, pues el envío del enfermo a unas aguas medicinales después de una única visita no constituía una fuente suficiente de rendimiento. Por lo que respecta a electroterapia, me confié al manual de W. Erb, que integraba prescripciones detalladas para el tratamiento de todos los síntomas nerviosos. Desgraciadamente, comprobé al poco tiempo que tales prescripciones eran ineficaces y que me había equivocado al considerarlas como una cristalización de observaciones concienzudas y exactas, no siendo sino una arbitraria fantasía. Este descubrimiento de que la obra del primer neuropatólogo alemán no tenga más relación con la realidad que un libro egipcio sobre los sueños, como los que se venden en baratillos me fue harto doloroso, pero me ayudó a libertarme de un resto de mi ingenua fe en las autoridades. Así, pues, eché a un lado el aparato eléctrico, antes que Moebius declarara decisivamente que los resultados del tratamiento eléctrico de los enfermos nerviosos no eran sino un efecto de la sugestión del médico. La hipnosis era ya otra cosa. Siendo aún estudiante, asistía a una sesión pública del «magnetizador» Hansen y observé que uno de los sujetos del experimento palidecía al entrar en el estado de rigidez cataléptica y permanecía lívido hasta que el magnetizador le hacía volver a su estado normal. Esta circunstancia me convenció de la legitimidad de los fenómenos hipnóticos. Poco después halló esta opinión en Heindenhain, su representante científico, circunstancia que no le impidió a los profesores de Psiquiatría continuar afirmando que el hipnotismo era una farsa peligrosa y despreciando a los hipnotizadores. Por mi parte, había visto emplear sin temor alguno, en París, el hipnotismo, para crear síntomas y hacerlos luego desaparecer. Poco después llegó a nosotros la noticia de que en Nancy había surgido una escuela que utilizaba ampliamente la sugestión, con hipnotismo o sin él, para fines terapéuticos, logrando sorprendentes resultados. Todas estas circunstancias me llevaron a hacer de la sugestión hipnótica mi principal instrumento de trabajo -aparte de otros métodos psicoterápicos más casuales y menos sistemáticos- durante mis primeros años de actividad médica. Esto suponía la renuncia al tratamiento de las enfermedades nerviosas orgánicas, pero tal renuncia no significaba gran cosa, pues en primer lugar la terapia de tales estados no ofrecía porvenir ninguno, y en segundo, el número de enfermos de este género resultaba pequeñísimo, comparado con el de los neuróticos, número que aparece, además, multiplicado por el hecho de que los pacientes pasan de un médico a otro sin hallar alivio. Por último, el hipnotismo daba a la labor médica considerable atractivo. El médico se libertaba por vez primera del sentimiento de su impotencia, y se veía halagado por la fama de obtener curas milagrosas. Más tarde descubrí los inconvenientes de este procedimiento, pero al principio sólo podía reprocharle dos defectos: primeramente, no resultaba posible hipnotizar a todos los enfermos, y en segundo lugar, no estaba al alcance del médico lograr, en determinados casos, una hipnosis tan profunda como lo creyese conveniente. Con el propósito de perfeccionar mi técnica hipnótica, fui en 1889 a Nancy, donde pasé varias semanas. Vi allí al anciano Liébault, en su conmovedora labor con las mujeres y niños de la población obrera, y fui testigo de los experimentos de Bernheim con los enfermos del hospital, adquiriendo intensas impresiones de la posible existencia de poderosos procesos anímicos que permanecían, sin embargo, ocultos a la conciencia. Pensando que sería valioso persuadí a una de mis pacientes seguirme a Nancy. Histérica, mujer distinguida y de geniales dotes, que había acudido a mí después de no haber hallado alivio alguno en las prescripciones de otros médicos. Por medio de la sugestión hipnótica conseguí procurarle una existencia soportable, logrando extraerla de su miserable estado. El hecho de que al cabo de algún tiempo recayese siempre, lo atribuí, en mi desconocimiento de las circunstancias verdaderas, a que su hipnosis no había llegado a alcanzar nunca el grado de somnambulismo con amnesia. Bernheim intentó también hipnotizarla profundamente, pero tampoco lo consiguió, confesando luego sinceramente que sus grandes éxitos terapéuticos habían sido siempre con pacientes de su sala del hospital, nunca con enfermos de su consulta privada. Durante mi estancia en Nancy tuve con él varias interesantísimas conversaciones y acepté el encargo de traducir al alemán sus dos obras sobre la sugestión y sus efectos terapéuticos. De 1886 a 1891 abandoné casi por completo la investigación científica y apenas publiqué algo. Tuve, en efecto, que dedicar todo mi tiempo a afirmarme en mi nueva actividad y a asegurar la existencia material de mi familia, que iba creciendo rápidamente. En 1891 publiqué mi primer trabajo sobre las parálisis cerebrales infantiles, escrito en colaboración con el doctor Oskar Rie, mi amigo y ayudante. Asimismo fui invitado a encargarme de la parte referente a la teoría de la afasia, dominada entonces por el punto de vista de la localización, sostenido por Wernicke y Lichtheim en una obra de Medicina. Un librito crítico-especulativo, titulado Sobre la afasia, fue el fruto de esta labor. Pasaré ahora a describir cómo la investigación científica volvió a constituir el interés capital de mi vida.
Continuará...

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